Una lucha contra mí misma. Creo que esa sería mi respuesta a la pregunta “¿qué es para ti la bulimia?” Una encarnizada, cruel y continua lucha contra mi cuerpo, del que me hubiese gustado liberarme en ciertos momentos de mi vida, dado el alto grado de odio que sentía hacia él. No podía verlo reflejado en un espejo. Los espejos eran una de las tropas aliadas de mi enemigo, tropas que yo creía haber logrado reducir cubriéndolos hábilmente con fotografías.
Pero sin duda mi enemigo más acérrimo era la comida. Pensaba que comer sin engordar era un privilegio reservado a unos pocos, entre los que yo no me hallaba. Estaba convencida de que incluso el aire que respiraba ayudaba a incrementar mi peso.
Por esta razón apenas me permitía comer, pues se había convertido en una especie de delito. Así la hora de la comida llegó a ser un calvario, calvario que se hacía todavía más duro si tenía que comer en público. Nada me resultaba más abyecto que tener que sentarme en una mesa y comer rodeada de gente. Tenía la sensación de que todo el mundo me miraba y pensaba: “¿cómo se atreve a comer con lo gorda que está?”. Por supuesto comencé a evitar este tipo de situaciones; pero no sólo ésta sino también muchas otras ya que el sentimiento de culpa que me provocaba haber comido y la obsesión por las calorías y por mi imagen ocupaban mi cabeza casi veinticuatro horas al día, dejándome muy poco tiempo para algo muchísimo más importante: mi vida.
Pasaba los días pensando lo gorda que estaba, buscando modos de adelgazar…
Tenía que huir de la comida y de los kilos a toda costa.
Me era más grato pensar en la muerte que en estar gorda. Cada gramo de mi cuerpo era un poco más de odio hacia mí.
El plan que había trazado era perfecto: comer lo menos posible, cuanto más ‘light’ mejor y hacer deporte. No tardó mucho en truncarse la perfección de mi plan, después de pasar tanta hambre por mis frugales y exiguas comidas, llegando incluso a sentirme débil, corría al frigorífico para engullir cualquier cosa. En aquel momento todo me daba igual, sólo podía pensar en comer, comía muy deprisa, casi sin masticar y temiendo ser vista por alguien.
A continuación venía la peor parte: la culpa, era enorme. Como no podía mirarme al espejo, no cesaba de imaginar mi cuerpo totalmente deformado por los kilos que acababa de adquirir. Me sentía tan mal, tan hundida, tan sucia… Me quería morir. En esos momentos creía haber tocado fondo, ya nada me importaba, seguía comiendo, “¿qué más da ya?, ¿se puede caer más bajo?”
Sí, claro que se podía caer más bajo... Detrás de los atracones siempre llegaban los vómitos. Sabía que hacer en cada momento: antes, durante y después de vomitar. En cierto modo me gustaba hacerlo, porque no sólo vomitaba trocitos de comida, también trocitos de mi alma...
Poco a poco dejé de salir con mis amigas. Me producía una terrible vergüenza que la gente me mirase, además, estaba tan deprimida que no tenía ganas de nada. No quería estar con nadie y suponía que a nadie le apetecería estar conmigo. Tenía la equivocada idea de que nada iban a valorar los demás en mí excepto mi cuerpo, al que yo maltrataba y vejaba continuamente porque me resultaba nauseabundo.
Durante una temporada dedicaba casi la totalidad de mi tiempo a odiarme, mi mente estaba demasiado ocupada con eso como para desarrollar cualquier otra actividad (leer, estudiar…)
No era capaz de salir por mi pueblo, ni de ir a la playa, ni de tiendas…cualquier exposición pública de mi físico me aterraba. Tenía un miedo atroz a las miradas de la gente, sin darme cuenta de que la más cruel era la mía. Yo era mi más acerbo juez.
Consecuentemente mi vida social y familiar se vieron muy negativamente afectadas por mi nueva situación y mi decisión de atrincherarme en mi casa y no querer salir.
Mi familia se preocupaba e intentaba ayudarme al igual que mis amigos, profesores y mi novio, a todos los rechazaba. Pensaba que lo hacían por conmiseración y no porque realmente me quisieran. Era imposible que alguien encontrase algo bueno en mí y me quisiese. Era un saco de defectos, pero sobre todo, estaba gorda y este hecho anulaba toda posibilidad de resultar agradable.
Finalmente, obligada por mi familia, acudí a un psicólogo, idea que en un principio no me simpatizó en absoluto, pero tenía un problema y tenía que encararlo. Además las tareas que me proponía me parecían descabelladas e irrealizables.
En primer lugar debía cambiar mi rutina diaria, tenía que relajarme, que comer acompañada... Actualmente sigo en ello y no me va mal, asique animo a toda la gente que se sienta como yo ha que der el primer paso!
NUNCA ES DEMASIADO TARDE!
Pero sin duda mi enemigo más acérrimo era la comida. Pensaba que comer sin engordar era un privilegio reservado a unos pocos, entre los que yo no me hallaba. Estaba convencida de que incluso el aire que respiraba ayudaba a incrementar mi peso.
Por esta razón apenas me permitía comer, pues se había convertido en una especie de delito. Así la hora de la comida llegó a ser un calvario, calvario que se hacía todavía más duro si tenía que comer en público. Nada me resultaba más abyecto que tener que sentarme en una mesa y comer rodeada de gente. Tenía la sensación de que todo el mundo me miraba y pensaba: “¿cómo se atreve a comer con lo gorda que está?”. Por supuesto comencé a evitar este tipo de situaciones; pero no sólo ésta sino también muchas otras ya que el sentimiento de culpa que me provocaba haber comido y la obsesión por las calorías y por mi imagen ocupaban mi cabeza casi veinticuatro horas al día, dejándome muy poco tiempo para algo muchísimo más importante: mi vida.
Pasaba los días pensando lo gorda que estaba, buscando modos de adelgazar…
Tenía que huir de la comida y de los kilos a toda costa.
Me era más grato pensar en la muerte que en estar gorda. Cada gramo de mi cuerpo era un poco más de odio hacia mí.
El plan que había trazado era perfecto: comer lo menos posible, cuanto más ‘light’ mejor y hacer deporte. No tardó mucho en truncarse la perfección de mi plan, después de pasar tanta hambre por mis frugales y exiguas comidas, llegando incluso a sentirme débil, corría al frigorífico para engullir cualquier cosa. En aquel momento todo me daba igual, sólo podía pensar en comer, comía muy deprisa, casi sin masticar y temiendo ser vista por alguien.
A continuación venía la peor parte: la culpa, era enorme. Como no podía mirarme al espejo, no cesaba de imaginar mi cuerpo totalmente deformado por los kilos que acababa de adquirir. Me sentía tan mal, tan hundida, tan sucia… Me quería morir. En esos momentos creía haber tocado fondo, ya nada me importaba, seguía comiendo, “¿qué más da ya?, ¿se puede caer más bajo?”
Sí, claro que se podía caer más bajo... Detrás de los atracones siempre llegaban los vómitos. Sabía que hacer en cada momento: antes, durante y después de vomitar. En cierto modo me gustaba hacerlo, porque no sólo vomitaba trocitos de comida, también trocitos de mi alma...
Poco a poco dejé de salir con mis amigas. Me producía una terrible vergüenza que la gente me mirase, además, estaba tan deprimida que no tenía ganas de nada. No quería estar con nadie y suponía que a nadie le apetecería estar conmigo. Tenía la equivocada idea de que nada iban a valorar los demás en mí excepto mi cuerpo, al que yo maltrataba y vejaba continuamente porque me resultaba nauseabundo.
Durante una temporada dedicaba casi la totalidad de mi tiempo a odiarme, mi mente estaba demasiado ocupada con eso como para desarrollar cualquier otra actividad (leer, estudiar…)
No era capaz de salir por mi pueblo, ni de ir a la playa, ni de tiendas…cualquier exposición pública de mi físico me aterraba. Tenía un miedo atroz a las miradas de la gente, sin darme cuenta de que la más cruel era la mía. Yo era mi más acerbo juez.
Consecuentemente mi vida social y familiar se vieron muy negativamente afectadas por mi nueva situación y mi decisión de atrincherarme en mi casa y no querer salir.
Mi familia se preocupaba e intentaba ayudarme al igual que mis amigos, profesores y mi novio, a todos los rechazaba. Pensaba que lo hacían por conmiseración y no porque realmente me quisieran. Era imposible que alguien encontrase algo bueno en mí y me quisiese. Era un saco de defectos, pero sobre todo, estaba gorda y este hecho anulaba toda posibilidad de resultar agradable.
Finalmente, obligada por mi familia, acudí a un psicólogo, idea que en un principio no me simpatizó en absoluto, pero tenía un problema y tenía que encararlo. Además las tareas que me proponía me parecían descabelladas e irrealizables.
En primer lugar debía cambiar mi rutina diaria, tenía que relajarme, que comer acompañada... Actualmente sigo en ello y no me va mal, asique animo a toda la gente que se sienta como yo ha que der el primer paso!
NUNCA ES DEMASIADO TARDE!
Seguramente muchos de vosotros/as os sentís identificados con mi historia, habeis vivido momentos idénticos a los míos pero los momentos que yo quiero resaltar son los del final. Como veis yo estoy en tratamiento y estoy mejorando mucho, chicos/as QUERER ES PODER! Si estais en una situación similar o conoceis a alguien que si lo esté no dudeis en pedir ayuda!
saludos seguire tu blog sigue el mio plis http://anairis58.blogspot.mx/
ResponderEliminarHola! la verdad que me sentí muy identificada. Sería lindo poder conversar con vos. Nosé si gustas de tal cosa o por que medio prefieres hacerlo asi que espero tu respuesta.
ResponderEliminarIngrid es mi nombre.
Perdona Ingrid por no haberte podido responder antes (pautas de tratamiento), mira, me cree un correo para cualquier persona que como tú quisiera contactar conmigo. Aquí te lo dejo: princesadecristalnopormastiempo@hotmail.es
ResponderEliminarGracias por pasarte y dejar tu comentario.
Un besito.